domingo, 12 de mayo de 2013

Reseña del libro "Sombras" de Lafcadio Hearn

Os dejamos la reseña del libro de Lafcadio Hearn Sombras confeccionada por Francisca Castillo, doctoranda y colaboradora habitual del blog y las Jornadas. 

 L. Hearn: Sombras, Satori, Gijón 2011, 211 págs.  


 
Un libro inclasificable, mágico. Una visión nostálgica y romántica del Japón feudal. Un canto de amor del apátrida a la tierra de acogida. Un romancero. Un ensayo etnográfico. Una deuda con la filosofía de Platón y Confucio. El rescate de un pecio sumergido en los fondos del imaginario colectivo. Una meditación extática sobre la belleza de lo pequeño. Una oda al cosmos. Una esperanza en el renacer del hombre, esencia divina y huella de todas sus vidas anteriores. Un diálogo urdido con la trama del hilo de los sueños. Eso, y mucho más, es la miscelánea Sombras, de Lafcadio Hearn.
Cuatro de abril de 1890. Un reportero del Harper’s Magazine llega al puerto de Yokohama. Honshu se desvela, como flor de loto, ante sus ojos. El viajero presiente, entre los pilares de los modernos edificios, las sombras de un pasado remoto que afloran en cada mirada, en cada sonrisa. La joven isla, como virgen pródiga, está dispuesta a desvelarle sus misterios. Un intercambio fértil entre dos universos comienza a gestarse a resultas de este primer y apasionado encuentro: «Él [Hearn], como ningún otro, comprendió aspectos de Japón que los propios japoneses, en una época de confusión y cambio, habían olvidado y se los mostró a ellos y al mundo bajo una luz brillante, hermosa e impregnada de nostalgia» (pág. 10).
De  una  manera  rigurosa,  pero  sin  afanes  científicos  (tan  propios,  empero,  del positivismo de la era victoriana), Hearn nos sumerge, como por  encantamiento, en un tiempo  estático,  detenido  justo  en  la  época  de  la  corte  imperial  de  Edo,  durante  la dinastía Sho. Por las calles pasean carruajes de lindas doncellas tocadas  con polvo de arroz; los samuráis presentan sus respetos al emperador; los labradores siegan el sorgo; las geishas  deleitan  a  su  auditorio  con  las  melodías  de  sus  cítaras;  los  niños  corren  y juegan; los monjes rezan bajo el tañido de la campana; los ancianos toman el sol; los estudiantes componen  versos  de  hokku...  Es  la  vida,  que  renace  a  cada  instante, marcando  con  las pausas  rítmicas  de  la  naturaleza  la  inconsistencia  efímera  de  su tránsito. 
Desarrolla Hearn una visión polifónica y asombrada de Japón en tres capítulos, a modo de estancias decoradas con diminutos cuadros costumbristas que no desean ser pintorescos, ni tampoco estrafalarios. La primera de estas estancias se denomina “Historias de libros extraños”, y recoge seis leyendas del folklore tradicional nipón.
Conserva la pluma del compilador el encanto y la simplicidad de unos argumentos en los que la frontera entre lo maravilloso y lo terrorífico es peligrosamente tenue: pálidas presencias  fantasmales  que  esperan el regreso del esposo a la alcoba  abandonada, amores  imposibles  que desafían a las leyes físicas, maldiciones de ultratumba que encuentran alivio en las solidaridades de la comunidad primitiva. Estas historias reflejan una sociedad de anquilosada estructura, en la que la costumbre inveterada se formaliza hasta convertirse en rito. Una  sociedad cuyo tejido conjuntivo amenazan legiones de íncubos del más allá, y cuya memoria popular acabaría tejiendo, como defensa, la más extraordinaria red de relaciones entre vivos y muertos, entre muertos y vivos, que imaginarse pueda. 
Llena Hearn la segunda estancia (que bautiza como «Estudios  japoneses») de reflexiones de todo tipo: explicaciones entomológicas, ensayos protoestadísticos sobre nombres propios de la mujer japonesa, ancestrales  canciones. Con  sus cavilaciones ilustradas en torno al semi (cigarra  autóctona) demuestra que esta estructura social cerrada e inmovilista, en la que sólo se puede progresar mediante un matrimonio ventajoso o el favor de los dioses es proclive, sin embargo, a la regeneración. La existencia humana es frágil («Mi vida es como la gota de rocío que perece antes de la puesta de sol», hará decir Hearn a uno de sus personajes); sí, pero sólo contemplada como acontecimiento individual; en su dimensión telúrica, no es más que la etapa del devenir cíclico ˗nacimiento, resurrección y muerte˗ anunciado por el semi con el cambio de  las  estaciones. La ética del esforzado animalillo, su  vida noble, pura y limpia, son otros tantos valores que el oriental aprecia, pero su estética es un trasunto de la querencia japonesa por lo fantástico: «El mundo de los insectos es también un mundo de duendes y hadas: criaturas con órganos cuyo uso no podemos determinar y sentidos cuya naturaleza no acertamos a imaginar; criaturas con miles de ojos situados al final de sus trompas o antenas; criaturas con oídos en el abdomen o en las patas o con cerebro en el vientre» (pág. 61). Es el Japón rural  y dulce que late aún bajo el asfalto de la gran ciudad. Aísla la estancia un tsuitate (mampara) ornado con trazos anchos de caligrafía donde pueden leerse los yobina o nombres de mujer. Contenida en la tinta está el alma del escriba. “Mujer” puede ser lo mismo que “montaña”, “flor de ciruelo”, o “bahía”; una cualidad moral expresa el apelativo, o bien el deseo paterno de atraer la suerte a su progenie. Porque la hermosura de la nipona nace de su interior, rebasa la apariencia; la bondad se convierte en trascendente y el espíritu, en íntima conexión con el sei o sino marcado  por  los  astros,  gana  en  la  batalla  al  cuerpo  femenino  en  que  habita.  En  el perchero de la estancia cuelga el kimono que el alumno predilecto ha regalado a Hearn por Año Nuevo; también sobre su tela alguien ha escrito: «Al examinarlo de cerca, las salpicaduras negras resultan ser caracteres chinos y japoneses, la trama de papel se ha hecho empleando un antiguo manuscrito de poemas que ha sido hábilmente enroscado en el hilo, de modo que la superficie escrita quede a la vista»; quien lo luzca quedará «literalmente  envuelto  en  poesía,  al  igual  que  una  divinidad  se  envuelve  con  el  sol» (pág. 135). El movimiento interno de la danza inspirada por la música recuerda el ritmo lento de los planetas o a la mariposa que se libera de su crisálida: metamorfosis lírica del dolor:
 
                                              « ¡Oh, flor, si tienes alma, escúchame!
                                                     ¿Por qué cuando alguien llora
                                                             como hago yo ahora
                                                      osas tú florecer?» (pág. 146)

La tercera estancia lleva por nombre “Fantasías”, y reúne una serie de relatos abisales, nocturnos, fruto de una conversación del autor con su yo dormido, que al despertar conquista la memoria protozoica trasmitida en los genes por nuestros antepasados, en el principio de los tiempos, cuando toda carne era luz proveniente del sol. El universo se contiene en una gota de rocío, en el corazón del niño que, antes de enamorarse por primera vez, sueña con volar o que, aterrado, se sobrecoge ante la arquitectura preternatural: «Y, curiosamente, era la vida quien protagonizaba este siniestro y resplandeciente espectáculo, una vida infinitesimal de fantasmal delicadeza; una vida ilimitada pero efímera que ora ardía, ora se extinguía en incesante alternancia sobre la extensa superficie del agua hasta alcanzar el horizonte, por encima del cual se abría el vasto abismo en el que centelleaban incontables estrellas de colores espectaculares» (pág.173). 
Sombras es, sin duda, una obra curiosa, una rareza bibliográfica, mezcla de tradiciones y puente entre dos mundos contrapuestos pero no incompatibles. El esfuerzo erudito de Hearn se plasma en cada uno de sus apuntes, en cada una de sus notas. Pero hablan en él más los silencios que las palabras, porque se enmarcan en un ritmo donde hasta las ausencias son significativas. Arte de la cadencia del cosmos. 

F. Castillo Martín